El
12 de octubre (1936), aniversario del descubrimiento de América,
“Día de la raza”, tuvo lugar un acto ceremonial en el Paraninfo
de la Universidad de Salamanca. La audiencia estaba integrada por
notables del Movimiento, incluido un fuerte contingente de la falange
local. En el estrado tomaron asiento Carmen Polo, esposa de Franco,
Pla y Deniel, obispo de Salamanca, el General Millán Astray,
fundador del Tercio de Extranjeros (que llegó acompañado de sus
legionarios), y Miguel de Unamuno, rector de la Universidad. Unamuno,
irritado contra los gobernantes de la República, había apoyado al
principio el “alzamiento” que debía “salvar la civilización
occidental, la civilización cristiana que se ve amenazada”, pero
no podía pasar por alto la matanza que se había llevado a cabo el
la ciudad bajo los órdenes del comandante Doval, aquel que se había
hecho famoso como represor en Asturias, ni los asesinatos de sus
amigos Casto Prieto, alcalde de Salamanca, Salvador Vila, catedrático
de árabe y hebreo de la Universidad de Granada, o García Lorca.
Los
discursos iniciales corrieron a cargo de Vicente Beltrán de Heredia
y de José María Permán. Acto seguido el profesor Francisco
Maldonado lanzó una tremenda diatriba contra los nacionalismos
catalán y vasco, “canceres de la nación” que había de curar el
implacable bisturí de fascismo. Al fondo de la sala alguien lanzó
el grito legionario “¡Viva la muerte!” y el general Millán
Astray, que parecía el auténtico espectro de la guerra, manco,
tuerto y cubierto de cicatrices, dio los “¡vivas!” de rigor,
mientras los falangistas saludaban a la romana hacia el retrato de
Franco, que colgaba sobre el sitial de su esposa. El alboroto se
desvaneció cuando Unamuno tomó la palabra:
Estáis
esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz
de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a
mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia.
Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarlo de algún
modo, del profesor Maldonado. Dejaré de lado la ofensa personal que
supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo,
como sabéis, nací en Bilbao. El obispo, lo quiera o no lo quiera,
es catalán nacido en Barcelona.
Pla
y Deniel se removió a disgusto por la alusión de Unamuno a su lugar
de origen, que era casi en sí mismo una implicación de deslealtad a
la cruzada nacional. Entre el silencio general, Unamuno prosiguió:
Pero
ahora acabo de oír el necrófilo e insensato grito: “¡Viva la
muerte!”, Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que
excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros,
como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece
repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso
que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra.
También lo fue Cervantes. Pero, desgraciadamente, en España hay
actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto
habrá muchisímos más. Me atormenta pensar que el general Millán
Astray pudiera dictar las normas de la psicología de masa. Un
mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de
esperar que encuentre un terrible alivio viendo como se multiplican
los mutilados a su alrededor.
Legado
Unamuno a este punto, Millán Astray ya no pudo contener su ira por
más
tiempo. “¡Muera
la inteligencia! ¡Viva la
muerte!”, gritó a pleno pulmón. Falangistas y militares echaron
mano a sus pistolas y hasta el escolta del general apuntó su
subfusil a la cabeza de Unamuno, lo que no impidió que éste
terminara su intervención en tono desafiante:
Este
es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis
profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada
fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que
persuadir. Y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón
y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en
España.
Hizo
una pausa y dejando caer, sin fuerza, los brazos, concluyó
en tono resignado: “He dicho”. Se dice que la presencia de Carmen
Polo le libró
de ser asesinado allí
mismo, y que cuando Franco se enteró
de lo que había
occurrido lamentó
que no hubiese sido así.
Seguramente los nacionales no asesinaron a Unamuno por la fama
internacional del filósofo
y por la reacción
que había
causado ya en el exterior el asesinato de García Lorca. Pero
Unamuno, destituido como rector y confinado en su domicilio, murió
el día
de fin de año
consternado y tachado de “rojo” y traidor – aunque su funeral
fuera manipulado por los falangistas – por aquellos a quienes él
había
creído
amigos.
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